lunes, 23 de marzo de 2015

La condición de sinceridad

Cuando leemos ficción, entramos en lo que se llama la “suspensión de la incredulidad”, un estado en el que asumimos que lo que leemos, aunque sea irreal, es tomado como real dentro de su propio universo lógico. Si leemos un cuento sobre hadas y dragones, aunque sabemos que no existen, los asumimos como verdaderos en el mundo de dicho cuento. Aunque esto no ha sido así en todas las épocas, tampoco es lo que nos interesa ahora.

    La confianza que solemos poner en los escritores, en los actores y en los demás artistas puede venir de esa suspensión de la incredulidad. Asumimos que el autor es tan franco como sus personajes, tan real como sus confesiones líricas y tan cercano como sugieren sus palabras. Esta suspensión se contagia del ámbito de la ficción a la realidad, y no existe el artista X, sino que existe la imagen que nos construimos de don X, una imagen que no miente y que sabe siempre con seguridad lo que dice, y cree con firmeza en ello.

    Esto explicaría el interés que la política nacional (y no sé si internacional, pero algo me dice que por ahí van los tiros) y los partidos políticos tienen por acercarse a los artistas y hacerse fotos con ellos, aunque luego no sepan citarlos o no les interesen. El caso más reciente es el de Izquierda Unida con Luis García Montero, pero sólo hay que buscar un poquito para encontrar otros ejemplos.

    No acaba aquí el asunto. En programas de televisión o en la prensa escrita se suele acudir a todo tipo de artistas para que den su opinión sobre asuntos políticos o económicos. Sepan o no del asunto, parece ser que su opinión es interesante y bien fundamentada. Podríamos llamar a esto la “condición de sinceridad”: siempre que un intelectual habla, asumimos que lo que dice es cierto, o al menos, razonable. Y el análisis suele acabar ahí. Como mucho, si se conoce de antemano la filiación ideológica del susodicho, el que lo escucha se posicionará a favor o en contra.

    La condición de sinceridad también provoca un efecto curioso: tendemos a creer a pies juntillas que el autor es una persona seria, con poco sentido del humor. Dice Albert Camus en “El hombre rebelde”: “Balzac terminó un día una larga conversación sobre la política y la suerte del mundo diciendo: “Y ahora volvamos a las cosas serias”, queriendo hablar de sus novelas”. La interpretación de la frase de Balzac es literal: creía que sus novelas, su trabajo, eran un asunto más serio que cualquier otra cosa. Aunque seguramente para él su trabajo era muy importante, no somos capaces de imaginar que el escritor estuviera cansado de hablar de política, o estuviera en confianza y se expresara con un poco de humor. Vamos a la interpretación más literal, aunque sea exagerada.

   Otro de los afectados más famosos por esta condición de sinceridad es Borges: un escritor que amaba el juego y la ironía, amante del tango y las milongas, es percibido como un autor árido y académico por esto mismo. La literatura, que parece ser un asunto mucho más serio que nunca, también tiene un poso de humor y de sencilla mentira que ni es seria ni pretende serlo. La lectura también se puede hacer por diversión, sin que deje de ser grave cuando lo debe ser, y puede traer la carcajada, aunque para algunos tenga que ser el velatorio de las ideas.


    Se pueden poner muchos ejemplos de autores que llevan el marbete de serios. Si quieres realizar el ejercicio con un poeta, prueba con Góngora. Eso sí, antes de leerle a él, lee el “Antídoto contra la pestilente poesía de las soledades”, de Juan de Jáuregui. Nunca la ironía se había vuelto de esa manera contra un escritor.

- José María.

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