Cuando leemos ficción,
entramos en lo que se llama la “suspensión de la incredulidad”,
un estado en el que asumimos que lo que leemos, aunque sea irreal, es
tomado como real dentro de su propio universo lógico. Si leemos un
cuento sobre hadas y dragones, aunque sabemos que no existen, los
asumimos como verdaderos en el mundo de dicho cuento. Aunque esto no
ha sido así en todas las épocas, tampoco es lo que nos interesa
ahora.
La confianza que solemos
poner en los escritores, en los actores y en los demás artistas
puede venir de esa suspensión de la incredulidad. Asumimos que el autor
es tan franco como sus personajes, tan real como sus confesiones
líricas y tan cercano como sugieren sus palabras. Esta suspensión
se contagia del ámbito de la ficción a la realidad, y no existe el
artista X, sino que existe la imagen que nos construimos de don X,
una imagen que no miente y que sabe siempre con seguridad lo que
dice, y cree con firmeza en ello.
Esto explicaría el
interés que la política nacional (y no sé si internacional, pero
algo me dice que por ahí van los tiros) y los partidos políticos
tienen por acercarse a los artistas y hacerse fotos con ellos, aunque
luego no sepan citarlos o no les interesen. El caso más reciente es
el de Izquierda Unida con Luis García Montero, pero sólo hay que
buscar un poquito para encontrar otros ejemplos.
No acaba aquí el
asunto. En programas de televisión o en la prensa escrita se suele
acudir a todo tipo de artistas para que den su opinión sobre asuntos
políticos o económicos. Sepan o no del asunto, parece ser que su
opinión es interesante y bien fundamentada. Podríamos llamar a esto
la “condición de sinceridad”: siempre que un intelectual habla,
asumimos que lo que dice es cierto, o al menos, razonable. Y el
análisis suele acabar ahí. Como mucho, si se conoce de antemano la
filiación ideológica del susodicho, el que lo escucha se
posicionará a favor o en contra.
La condición de
sinceridad también provoca un efecto curioso: tendemos a creer a
pies juntillas que el autor es una persona seria, con poco sentido
del humor. Dice Albert Camus en “El hombre rebelde”: “Balzac
terminó un día una larga conversación sobre la política y la
suerte del mundo diciendo: “Y ahora volvamos a las cosas serias”,
queriendo hablar de sus novelas”. La interpretación de la frase de
Balzac es literal: creía que sus novelas, su trabajo, eran un asunto
más serio que cualquier otra cosa. Aunque seguramente para él su
trabajo era muy importante, no somos capaces de imaginar que el
escritor estuviera cansado de hablar de política, o estuviera en
confianza y se expresara con un poco de humor. Vamos a la
interpretación más literal, aunque sea exagerada.
Otro de los afectados
más famosos por esta condición de sinceridad es Borges: un escritor
que amaba el juego y la ironía, amante del tango y las milongas, es
percibido como un autor árido y académico por esto mismo. La
literatura, que parece ser un asunto mucho más serio que nunca,
también tiene un poso de humor y de sencilla mentira que ni es seria
ni pretende serlo. La lectura también se puede hacer por diversión,
sin que deje de ser grave cuando lo debe ser, y puede traer la
carcajada, aunque para algunos tenga que ser el velatorio de las
ideas.
Se pueden poner muchos
ejemplos de autores que llevan el marbete de serios. Si quieres
realizar el ejercicio con un poeta, prueba con Góngora. Eso sí,
antes de leerle a él, lee el “Antídoto contra la pestilente
poesía de las soledades”, de Juan de Jáuregui. Nunca la ironía
se había vuelto de esa manera contra un escritor.
- José María.
- José María.
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