Desde que en 2007 se
inició la fase de caída libre del dislate financiero, la
indignación con los gobiernos en el Sur de Europa no ha hecho más
que crecer. Antes era un asunto menor, pero ahora la corrupción es
uno de los mayores problemas percibidos por los españoles. No
indagaremos en las razones, no es cuestión de meter más de la
cuenta el dedo en la llaga. La correlación no implica causalidad, ya
se sabe, pero es curioso ver cómo algunos datos se entrelazan.
Los de la generación
del noventa crecimos con la idea en la cabeza (o nos la implantaron)
de que el Estado y sus representantes estaban por nosotros. El Estado
del Bienestar se encargaba de las tareas dificultosas de la
gobernación y los tejemanejes económicos y nosotros a lo nuestro:
crecer, estudiar, trabajar, y endeudarnos en coche y piso. El Estado
como una especie de pater familias
infalible. No sé cuántos se lo creyeron, pero sé decir que mi
entorno y yo nos la tragamos pero bien.
Se
acabó la expansión crediticia y vinieron los problemas, claro. El
paro estructural, la pobreza y la crisis. No es un cuento que tenga
que contar yo, se lo sabe todo el mundo. Unos con matices de un color
y otros con otra tiza, pero el tema se conoce. Y nos dimos cuenta de
que, vaya contrariedad, el Estado no estaba trabajando por nosotros,
sino contra nosotros, o en el más suave de los casos, a pesar de
nosotros. Una de las consecuencias más penosas de esta crisis es ver
cómo un montón de adultos se preguntan, desconsolados, qué van a
hacer con sus vidas ahora que no pueden confiar en los poderes
públicos, e indignándose de que los políticos, los banqueros, y
las altas esferas del país (incluidas viejas glorias de la política
nacional) se lo están llevando crudo. A ver cómo le explico a mis
hijos de que no tienen que fijarse en el tertuliano, sino en el
ingeniero, y todo eso. Un discurso legítimo, pero un tanto pueril.
Leemos
con frecuencia en blogs y prensa artículos de ciudadanos cabreados
porque resulta que el Estado les está quitando un tanto por ciento
de sus ganancias bien sudadas y trabajadas sin que nadie les ayude.
Los autónomos y pequeños empresarios se dan cuenta, de repente, de
que les están mangando cantidades enrojecedoras del fruto de su
trabajo. Es que claro, no se habían percatado de esto hasta que se
han puesto en marcha recortes y leyes para mantener los privilegios
de una clase política que ha estado viviendo muy bien a su costa,
repartiendo las sobras de la cena para aparentar que estábamos
viviendo en un país moderno y rico; antes por lo menos, se generaba
riqueza suficiente para aparentar que la riqueza se quedaba en el
país, cuando se estaba yendo a Suiza, a Andorra y a financiar
proyectos públicos ridículos. Y ahora resulta que el Estado nos ha
desamparado.
No.
El Estado está contra nosotros como siempre, sólo que ahora lo está
abiertamente. Porque la clase dirigente se está jugando su propia
supervivencia, y no le importa un bledo la sanidad, la educación, la
pensión o el paro mientras pueda seguir costeándose los trajes, los
Mercedes y lo que es más importante: la posición de poder. Está
claro a quién le importa y a quién no le importa la educación;
pero más importante es no ser ingenuo, y saber que los que tienen la
sartén por el mango no son los primeros. Y así con todo: la falta
de médicos, de profesores, y la carestía general que se vive en
este país no es una enfermedad transitoria, no es un fallo
estructural, es el precio de los privilegios de unos pocos. Esos que
nos dejan desamparados, por la simple razón de que no les interesa
lo que le pase a los que están abajo.
No
podemos seguir sintiéndonos más desamparados, no deberíamos ser
siempre la parte débil del juego. Estar desamparado implica la
necesidad de ser protegido, y yo no quiero que me protejan. O al
menos, no que me protejan por caridad. Prefiero ser adulto con todas
las consecuencias que ello trae; esta semiadolescencia nos trae más
problemas que soluciones.
- José María
- José María
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